lunes, 29 de noviembre de 2010

Astrid

Estaba todo decidido. Ayudándose de una espátula se desprendió de sus ojos. Pensar en que jamás volvería a ver, que nunca más sus ojos volverían a mentirle, hacía que el terrible dolor se transformara en placer. Se cubrió las oquedades con un pañuelo de tela. A continuación procedió a introducirse pequeños trozos de algodón en su nariz. En adelante no volvería a oler aquello que no huele. Cuando su nariz quedó completamente taponada decidió nunca más sentir el sabor de los alimentos. Para ello se ayudó de un cútex y de la esperanza de poder conocer un mundo en el que nunca más encuentre el sabor agrio, amargo, salado o dulce. No es esa la realidad que Astrid buscaba. De la misma herramienta se ayudó para dejar de oír. Para dejar de hablar nada tuvo que hacer, le bastó lo que hizo para dejar de saborear.  Ya sólo le quedaba deshacerse del tacto de una realidad tridimensional imposible de encajar con la concepción de espacio que ella tenía. Para ello, empezó a rodear su desnudo cuerpo en bolsas negras de las que se utilizan para tirar la basura. Cuando no quedaba ni un ápice de su estructura que tuviera contacto con nada más allá de las bolsas, entonces había terminado. Entonces fue cuando Astrid conoció lo que no se ve, ni se huele, ni se saborea, ni se oye, ni se habla ni se siente. Aquello que verdaderamente existe, aquello para lo que no es necesario que tu corazón lata. Aquello que llaman muerte.